Texto por Nicolás Álvarez-Icaza @nico.alvarez.i
Fotos por Nicolás y Melissa Purata @melirata
Habíamos despedido a mi familia después de pasar juntos un par de días en año nuevo, con una lluvia invernal que nos tuvo recluidos dos días en Guerrero Negro, fuera de la ruta de la Baja Divide y aún con el debate de si seguir por el camino en donde lo habíamos dejado o no. Lo más lejos que habíamos pedaleado sobre la ruta de la Divide, a pocos kilómetros de la Misión, nos había dejado una imagen de nuestros dos amigos de Eslovaquia, Lenka y Miro, pedaleando por el camino para seguir recorriendo la ruta, con las montañas sublimes en el horizonte y lo que en ese momento era la llegada de un conjunto de nubes que se mantuvieron unos días más. Ante tremenda imagen en nuestra memoria, la decisión no fue tan complicada: había que regresar y hacer el camino completo nosotros mismos.
Cuando salimos el 3 de enero temprano y paramos para desayunar en el restaurante a orillas de la carretera en Nuevo Rosarito, no había duda de que estábamos haciendo lo nuestro. Tal vez apretando un poco nuestros días en el futuro y sacrificando un par, si no es que más, de días de descanso con tal de completar esa sección.
Pedaleando entre cirios y cardones, con el camino que hace solo unos días estaba en perfecto estado y ahora se encontraba con algunos surcos y con evidentes signos del paso del agua, nos vimos azotados por un fuerte viento lateral que nos entorpecía más de lo que nos hubiera gustado. La decisión del día se centraba en el dilema entre seguir avanzando con mucho esfuerzo unos pocos kilómetros más, corriendo el riesgo de llegar a un cañón en dónde se haría difícil pasar la noche, o detener nuestra rodada ese día para buscar refugio en algún clarito entre cardones, lo más que pudiéramos protegernos del viento. Al final optamos por la primera opción. Esa tarde fue la primera vez que prendimos una fogata estando nosotros solos. Como era de esperarse, la cena nos supo al exquisito humo de leña de cardón, con las tortillas de harina rellenas de frijol, soportando a ratos el viento que nos traía un soplo frío, en una tarde que nos acompañó de colores azules y rojizos tan característicos del desierto en la Baja. A eso habíamos venido.
Al día siguiente, acabamos de cruzar la sierrita de San Borja y nos encontramos por primera vez el azul profundo del Mar de Cortés. La guía que nos acompañó desde los inicios del viaje, y nunca nos dejó, resaltaba que el día del encuentro con la Bahía de los Ángeles era uno especial… y lo fue. No entendí si ese sentimiento de haber cruzado del Océano Pacífico al Mar de Cortés, fue el resultado de una reconfortante satisfacción pasajera o el resultado de una certeza, como la promesa de un avance necesario para completar la Península de Baja California de norte a sur, con nuestras bicicletas y la ilusión de ver los paisajes que se abrieron ante nosotros a cada momento.
La llegada al camping de Archelón a orillas del mar fue una buena manera de aterrizar en nuestro tan esperado mar de Cortés, azul como él solito. Las tardes del cicloviaje, cuando hubo comodidades, para mí se resumieron en reflexionar sobre el camino y plasmar mis ideas en un pequeño cuaderno que tomé como mi diario personal de viaje y para Meli en contar las aventuras mediante las historias de Instagram. Una mirada para comentar un suceso y reírnos un rato era lo habitual en esas tardes de descanso. Archelón fue un buen lugar, entre otras cosas, porque tienen buen café, cosa que no es tan fácil de encontrar en la Baja Divide.
No recuerdo en qué parte del descenso hacia Campo Archelón, me hizo más sentido que nunca el hecho de que estábamos ahí no para llegar a un destino, si no por el camino mismo. La idea repetida sobre la importancia de vivir el presente es un cliché y como muchas ideas compartidas, cuando son palabras vacías, acaban por desvanecerse. En ese momento y en esa bajada, la simpleza del significado “transitar” cobró un sentido sin precedentes. Yo había iniciado el viaje con una suerte de prisa, que ahora se la atribuyo a mi parte más competitiva. Sentía que había que terminar la ruta y, en mi fuero interno, había que hacerlo rápido. Según yo, teníamos la misión no escrita de avanzar a toda costa.
Para Meli, la lógica del viaje iba por otra dirección. Lo curioso es que no tardó mucho en manifestar esta calma porque bastaron un par de horas en el primer día de viaje, dos semanas antes de San Borja, para que Meli, con alegría, bajara el pie del pedal, se detuviera a mitad de un camino de terracería, sacara su cámara y encuadrara una fotografía que daría pie a un largo esfuerzo por retratar lo que fue el viaje y la aventura más dura y reconfortante de nuestras vidas. Ese gesto aislado fue el preámbulo de un llamado a vivir el camino en tiempo presente. Nada más y nada menos.
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Que bien escribes Nico, gracias por compartir! Vivir en el momento solo son palabras vacías para la gente que olvida que todas las palabras son vacías; para la gente que olvida rellenar las con un sentido personal y único. Felicidades por viajar con tanta imaginación y curiosidad! Ojalá me invitan la próxima vez